Hay una casita de madera frente a mí. Tiene la puerta abierta y, en su interior, la luz tenue de un candil hace pedacitos las sombras que pudieran querer adueñarse de los rincones.
Detrás de
la casita hay un lago. Un lago inmenso cuya superficie navegan cisnes,
decenas de cisnes.
Desde el cielo
la luna me mira. Una luna muy grande que parece
ansiosa por enjugar sus rayos en esas aguas calmas del anochecer temprano de
principios de otoño.
Titus
B. está a mi lado. Sentado en la hierba y abrazado al Libro Grande. Está más delgado. Está
más viejo.
Quiere que
vayamos a la casita de madera.
Que subamos
los pocos peldaños que separan la tierra de su puerta y entremos. Entremos sin llamar.
La casita
de madera es nuestra.
Tiene que
ser nuestra porque antes no estaba y ahora está. Porque este bosque mágico la
ha levantado para nosotros. Y
nosotros andamos hacia ella. Recorremos muy poquitos pasos, demasiado
poquitos, y ponemos por fin un
pie en el primer escalón. Los dos a la vez. Titus B. con sus pasos de
duendecillo triste y viejo. Yo
haciendo rechinar la madera bajo las suelas de mis botines verdes…