(...)
‑ ¡Pegadle hasta matarlo! ‑ruge Mikolka‑. ¡Eso es lo que hay que
hacer! ¡Yo os ayudo!
‑ ¡Tú no
eres cristiano: eres un demonio! ‑grita un viejo entre la multitud.
Y otra voz
añade:
‑ ¿Dónde se
ha visto enganchar a un animalito así a una carreta como ésa?
‑ ¡Lo vas a
matar! ‑vocifera un tercero.
‑ ¡Id al
diablo! El animal es
mío y puedo hacer con él lo que me dé la gana. ¡Subid, subid todos! ¡He de
hacerlo galopar!
De súbito,
un coro de carcajadas ahoga la voz de Mikolka. El animal, aunque medio muerto por la lluvia
de golpes, ha perdido la
paciencia y ha empezado a cocear. Hasta el viejo, sin poder contenerse,
participa de la alegría general. En verdad, la cosa no es para menos: ¡dar
coces un caballo que apenas se sostiene sobre sus patas...!
Dos mozos se destacan de la masa de espectadores, empuñan cada uno un látigo y
empiezan a golpear al pobre animal, uno por la derecha y otro por la
izquierda.
‑ Pegadle en el hocico, en los ojos, ¡dadle fuerte en los ojos! ‑vocifera Mikolka.
‑ ¡Cantemos
una canción, camaradas! ‑dice una voz en la carreta‑. El estribillo tenéis que
repetirlo todos.
Los mujiks
entonan una canción grosera acompañados por un tamboril. El estribillo se
silba. La campesina sigue partiendo avellanas y riendo con sorna.
Rodia se acerca al caballo y se coloca delante de él. Así puede ver
cómo le pegan en los ojos..., ¡en los ojos...! Llora. El corazón se le
contrae. Ruedan sus lágrimas.
Uno de los verdugos le roza la cara con el látigo. Él ni siquiera se da cuenta. Se retuerce las manos, grita, corre hacia el viejo de
barba blanca, que sacude la cabeza y parece condenar el espectáculo. Una mujer
lo coge de la mano y se lo quiere llevar. Pero él se escapa y vuelve al lado
del caballo, que, aunque ha llegado al límite de sus fuerzas, intenta aún
cocear.
‑ ¡El
diablo te lleve! ‑vocifera Mikolka, ciego de ira.
Arroja el
látigo, se inclina y coge del fondo de la carreta un grueso palo. Sosteniéndolo
con las dos manos por un extremo, lo levanta penosamente sobre el lomo de la
víctima.
(...)
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