(...)
‑ ¡Lo
vas a matar! ‑grita uno de
los espectadores.
‑ Seguro
que lo mata ‑dice otro.
‑ ¿Acaso no es mío? ‑ruge Mikolka.
Y golpea al animal con todas sus fuerzas. Se oye un ruido seco.
‑ ¡Sigue!
¡Sigue! ¿Qué esperas? ‑gritan varias voces entre la multitud.
Mikolka vuelve a levantar el palo y
descarga un segundo golpe en el lomo de la pobre bestia. El animal se
contrae; su cuarto trasero se hunde bajo la violencia del golpe; después da un
salto y empieza a tirar con todo el resto de sus fuerzas. Su propósito es huir del martirio, pero por todas partes encuentra los
látigos de sus seis verdugos. El
palo se levanta de nuevo y cae por tercera vez, luego por cuarta, de un modo
regular.
Mikolka se
enfurece al ver que no ha podido acabar con el caballo de un solo golpe.
‑ ¡Es duro
de pelar! ‑exclama uno de los espectadores.
‑ Ya veréis
como cae, amigos: ha llegado su última hora ‑dice otro de los curiosos.
‑ ¡Coge un hacha! ‑sugiere un tercero‑. ¡Hay que
acabar de una vez!
‑ ¡No decís
más que tonterías! ‑brama Mikolka‑. ¡Dejadme pasar!
Arroja el palo, se inclina, busca de
nuevo en el fondo de la carreta y, cuando se pone derecho, se ve en sus manos una barra de
hierro.
‑ ¡Cuidado!
‑exclama.
Y, con todas sus fuerzas, asesta un tremendo golpe al
desdichado animal. El caballo se tambalea, se abate, intenta tirar con un
último esfuerzo, pero la barra
de hierro vuelve a caer pesadamente sobre su espinazo. El animal se
desploma como si le hubieran cortado las cuatro patas de un solo tajo.
‑ ¡Acabemos
con él! ‑ruge Mikolka como un loco, saltando de la carreta.
Varios
jóvenes, tan borrachos y congestionados como él, se arman de lo primero que
encuentran ‑látigos, palos, estacas‑ y se arrojan sobre el caballejo
agonizante. Mikolka, de pie junto a la víctima, no cesa de golpearla con la barra. El animalito alarga el cuello, exhala un profundo resoplido y
muere.
‑ ¡Ya está!
‑dice una voz entre la multitud.
‑ Se había
empeñado en no galopar.
‑ ¡Es mío! ‑exclama
Mikolka con la barra en la mano, enrojecidos los ojos y como lamentándose de no
tener otra victima a la que golpear.
‑ Desde
luego, tú no crees en Dios ‑dicen algunos de los que han presenciado la escena.
El pobre niño está fuera de sí. Lanzando un grito, se
abre paso entre la gente y se acerca al caballo muerto. Coge el hocico inmóvil y
ensangrentado y lo besa; besa
sus labios, sus ojos. Luego da un salto y corre hacia Mikolka blandiendo
los puños. En este momento lo encuentra su padre, que lo estaba buscando, y se
lo lleva>>.
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