Aquel sueño
me convirtió en un ser extraño: extraña a mí misma, a mis propios
ojos que ya no contemplaban más el mundo sino ocultos tras otro par de ojos tan
invisibles, tan imaginarios y tan ajenos que se me habían pegado a la piel.
Igual que las lentes de Titus B... así se
me habían pegado en los párpados aquellos dos ojos que no eran míos y, sin embargo, miraban por mí...
Las manitas
rechonchas del duende, que me pellizcaban la nariz
con el auspicio de la luna, hicieron que los abriera. Hicieron
que me incorporase y lo mirara de frente... Sé que me sabía culpable, pero no me condenó. Sentándose
a mi lado, el Libro Grande en brazos y el Manuscrito Cifrado bien cerquita, dejó en silencio que
sus piececillos descalzos se bañaran en la corriente tibia del arroyo sin nombre. Abrió el Libro y buscó una página cualquiera, indefinible. Volvió a mirarme, una decena de diminutas luciérnagas acudían ya a prestarle luz,
bajó la cabeza y comenzó a leer...
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