Nimue me hacía cosquillas en la nariz. Sin cansarse. Diligente. Habilidosa. Quería que abriera los
ojos.
- ¿Dónde
estamos?
Con los
párpados pesados como piedras que trataran de llevar al condenado al
fondo de un río, veía a
la perrita mirarme desde arriba, desde lo alto de unos ojos que habían
vuelto a sonreír.
- ¿Cuánto
tiempo llevamos aquí?
No sentía
dolor. Ni siquiera cansancio. No
sentía nada tendida sobre aquel lecho mullido salvo
esa extraña languidez que luchaba por arrojarme de nuevo a los brazos del
sueño...
- ¿Y Titus B.?
La patita
derecha de Nimue me selló los labios. Me decía no grites mientras sus ojos
se detenían en algún punto más allá de mí.
El pequeño
viejo estaba allí. Lo vi al volver la cara. Pegado a una chimenea muy grande en la que ardía el fuego que
calentaba la estancia en penumbra que nos acogía. Tendido boca arriba, los bracitos extendidos
y extendidas las palmas de las manos, sobre el Libro Grande que
se había abierto de par en par para hacerle de cama.
- Nimue...
Respiraba
tranquilo, pero a la sombra de sus ojos dos
surcos morados se habían ido abriendo camino.
- ¿Qué le
pasa?
- Tan solo
duerme.
Sentí un
escalofrío correteando por mi cuerpo. Esa voz ronca, cuasi artificial,
había salido de algún rincón indefinido de entre aquel montón de sombras al que
no lograba llegar la luz de la candela.
Nimue se
apartó de mi lado y corrió hasta ella para tenderse a sus pies, zalamera.
- Estáis en
la Torre del viejo alquimista, muchachita hermosa.
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