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Me llamo Lola y soy, igual que el protagonista de aquella novela de Rabih Alameddine, contadora de historias...

viernes, 29 de junio de 2012

Rey de Camelot (III)

Enrique II moriría sin ver a los monjes desenterrar a Arturo. Pero su deseo estaba cumplido.

En aquellos años la autoridad de la dinastía Plantagenet se encontraba ya plenamente consolidada en suelo británico, y por eso, por eso el rey Enrique, pese a que conocía muy bien la leyenda artúrica y era gustoso de su difusión, también la temía: temía la figura de ese Arturo al que empezaba a envolver el halo de un mesías, y el rey era él, Enrique II, él y solo él era el rey y no podría consentir que sus súbditos anduvieran esperando el retorno de otro de cuya muerte no habían existido en la Tierra ojos que pudieran dar certeza alguna, cuando bien que hubo quien pudo hacerlo de su vida: la de un líder, el último caudillo de las tropas britanas enfrentadas, a la muerte del siglo V, en combate a los invasores anglos y sajones en la lucha por la independencia.

Por eso encargó a los monjes de la Abadía de Glastonbury que encontraran la tumba del Rey de Camelot. Tenía que ser allí, allí, en la vieja Avalon de los celtas, en el reino añorado de las hadas, porque a nadie le habría de extrañar y aquellos huesos le devolverían toda la legitimidad que era suya y que la imaginación colectiva le andaba robando con descaro.

Lo que pasa es que el rey Plantagenet se olvidó de un detalle, o a lo mejor no lo hizo, pero pensó que era tan chico que el tiempo se haría cargo de quitarle su poca o su mucha importancia: y es que por más que uno o mil reyes se empeñen en arrancarle al suelo su calavera, Arturo sigue y seguirá vivo en su querida Avalon.

El rey Arturo
Puedes creerlo, que tú no lo ves, pero él corre a diario a galope tendido montado sobre una yegua blanca por entre la floresta, y blande su espada nueva que no corta (que Excalibur había vuelto hacía mucho a las manos de su dueña: la Dama del Lago): se entrena para su regreso. Se entrena ante los ojos de Morgana, de la hermosa Ginebra, de Lanzarote y de Perceval, y de Galaad, y de Merlín. Su amado Merlín. Su maestro.


Y así seguirá siendo por siglos y más siglos, mientras quede un solo hombre en el mundo que sueñe. Y que guarde la fe. 

martes, 26 de junio de 2012

Rey de Camelot (II)

No debía ser más que un día cualquiera, uno de tantos que ya se han perdido entre el montón de aquel año 1191 de Nuestro Señor y, sin embargo, en ese hasta los viejos muros de la abadía anduvieron estremecidos de agitación.

Los monjes, nerviosos, enredaban como lo venían haciendo desde hacía mucho por el cementerio: de una parte a otra, de una parte a otra, sin dejar un solo hueco entre aquellas tumbas llenas de frailes, de reyes, de santos, indemne a las decenas de ojos buscadores.

Buscadores.

Buscadores los ojos y buscadoras las manos. Que cavan. Que levantan losas. Que se hunden en la tierra.

Que el rey Enrique II les había dejado encomendada una tarea, a las manos y a los ojos: y ellos, ojos y manos, cumplirían el encargo.

Aquel día de las tumbas la Abadía de Glastonbury era ya muy vieja, aunque a ti te hubiera podido parecer que no si la hubieses contemplado desde abajo, ese día, y la vieras tan soberbia: siendo como había sido el primer enclave cristiano de Gran Bretaña, con su suelo, y hasta el aire que la rodeaba, atestados de secretos más antiguos que el hombre.

Que te digo que Glastonbury estaba enterita, enterita, hecha de leyenda, que a lo mejor no lo sabes, pero de ella llegaría a escribir Robert de Boron -el poeta plenomedieval cuya obra impregnó de cristianismo la antigua tradición celta- que había nacido un día del año 63 d. C. de la mano de José de Arimatea: aquel hombre bueno, el que siendo miembro del Sanedrín había cedido su sepulcro al cuerpo crucificado del Nazareno, y por cuya falta fue preso media vida acusado del robo del cadáver.

Se echó a la mar con otros cristianos José en cuanto se vio libre, dice el poeta, y llegó a las costas francesas desde donde, ya solo, emigró a las Islas Británicas para recalar en Glastonbury, donde ahora está nuestra abadía de manos y ojos buscadores, e hincar su cayado en la colina rodeada de aguas que los britanos llamaban Avalon y que hoy domina el feérico condado de Somerset.

José de Arimatea vería crecer de su bastón hundido en las viejas tierras celtas una zarza, y sabría entonces que había de ser allí y no en ningún otro lugar donde debía levantar su iglesia y esconder lo más valioso que tenía: la lanza del romano Longinos, la que atravesó el costado de Jesús provocándole la marea de sangre y agua; y el cáliz, el de la Última Cena, el mismo que él había empleado al mediodía siguiente para recoger la sangre de Cristo muerto en la cruz y que más tarde, según algunas versiones, serviría de soporte para el alimento que el propio Jesús resucitado le facilitó en los largos años de su cautiverio.

Los monjes escarban.

Escarban.

No van a dejar de remover la tierra. Había sido el deseo del rey Enrique y a la abadía le hará mucho bien, demasiado.

Escarban.

Y narra Giraldus Cambrensis, el cronista, que al final un enterramiento sin nombre se abriría a la luz. Y que en su interior se hallaron dos esqueletos y una cruz. Uno de ellos tenía, cuentan, dicen, los dedos enredados en un mechón de cabellos rubios. Tan rubios como los de Ginebra: la reina. La hermosa reina de Camelot.

Y en la cruz alguien había grabado palabras.

Las leen.

Los monjes agarran la cruz y leen lo que trae escrito poniendo voz a las palabras tanto tiempo calladas.
        
Y las palabras hablaron al ser leídas para que se las escuchara, que <<Aquí yace enterrado el ínclito Rey Arturo con Ginebra su esposa, en la Isla de Avalon>>

domingo, 24 de junio de 2012

Rey de Camelot (I)

James Archer, La muerte del rey Arturo (1860)

Arturo no está muerto

Aunque hoy lo estés viendo ahí tendido sobre la hierba y tenga los ojos cerrados, que parece que duerme, o que muere. Aunque lo veas con la cabeza tan rubia descubierta, apoyada en el regazo cálido de Ginebra.

No está muerto.

Malherido sí. Pero no muerto.

Arturo no murió aquel día del año 537 d. C. en su duelo en Camlann frente a Mordred, el sobrino que le había arrebatado el poder en su ausencia y se había casado con Ginebra, su reina. Ni lo hizo entonces ni lo hará nunca en ninguna parte.

Morgana y las demás hadas lo salvaron, ya lo ves, de su suerte en aquel combate que sería el último. Y lo subieron a una barca que era mágica. Y pusieron rumbo a Avalon para curarlo, allí, entre los espesos bosques de una Isla de las Manzanas llenita de paz y de nieblas, y de fértiles tierras salpicadas de árboles que dan frutos gigantes mientras son regadas por un lago de aguas mansas en el que habita una Dama.

La tierra de donde no volverá a salir hasta su retorno.

Porque habrá quien vea nacer el día en que el Rey regresará...

martes, 19 de junio de 2012

Las cenizas de Pompeya (II)

Giuseppe Fiorelli
Giuseppe Fiorelli

Se llamaba Giuseppe Fiorelli.

Estaba ya por aquel entonces bien andado el siglo XIX.

Y el mundo académico se disponía a nombrarlo primer director científico de las excavaciones de Pompeya.

Pompeya.

Nuestra ciudad de las cenizas. La tumba hecha de lava vomitada por un volcán.

Sus manos de arqueólogo la descubrieron intacta, dormida como estaba desde hacía más de 1.500 años entre las sábanas negras del sarcófago que le había regalado el viejo volcán, aquel Vesubio rico siempre vestido con su traje de pinos, de olivos, de viñas, que para ella no había sido nunca más que una montaña temblorosa.

Una montaña que no la sepultaría.

Y descubrió los moldes: los de los animales, los de los hombres.

Inyecta yeso, Giuseppe Fiorelli, en esos moldes. Y le salen los cuerpos. Y le salen las bocas abiertas. Y los dientes apretados. Y los brazos que luchan por agarrarse a la eternidad.

Él los saca de sus huecos vacíos.


Y los enseña al mundo. Y el mundo contemplará por vez primera unos fantasmas de escayola. El relleno de las almas que un día colmaron de vida una ciudad confiada que jamás llegó a pensar siquiera en la muerte. 

jueves, 14 de junio de 2012

Las cenizas de Pompeya (I)

          Imagina la explosión. Imagínala.

Yo no soy capaz, por más que trate de hacerlo, por más que intente cerrar los ojos para no ver lo que ellos vieron: nada. Nada entre el fuego y la ceniza. Nada.

El Vesubio explotó, explotó mientras Roma entera enmudecía en su bullicio estival, y escupió gases, el Vesubio, y cachitos de piedra pómez, y arena y cenizas muy negras y ardientes que se elevaron decenas de kilómetros, hasta el cielo. Fue una mañana que se hizo de noche al mediodía. Y sería más tarde, esa madrugada, cuando se dejaría caer sobre Pompeya el escupitajo negro del volcán.

Se apagaron entonces todas las luces, viajer@, las apagó una capa de cenizas que tenía de cuatro a seis metros de espesor: se apagaron las lucernas que aún brillaran a esa hora; se apagaron los miles de corazones que no consiguieron escapar de aquel infierno.

Habían transcurrido ya aquel día 79 años desde que naciera Jesucristo. Era el 24 del mes de agosto y Pompeya una ciudad próspera habitada por prohombres que hasta esa hora apenas si habían tenido miedo a la adversidad.

El amanecer del día siguiente lo describiría Plinio el Joven, el chiquillo cuyos ojos fueron testigos de la muerte desde la distancia, y lo haría así: <<(…) A nuestros ojos, todavía medrosos, todo aparecía bajo un nuevo aspecto, cubierto por una capa de ceniza>>
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