El librito
aletea, aletea de nuevo queriendo escapar de unos dedos –los míos- que lo
aprisionan y le impiden volar.
Titus B. está despierto. Abrió los ojos al
suave susurro de mis palabras, de todas las palabras que lleva el librito
escritas en sus entrañas, pero no dijo nada. Se acomodó en su escondite de
hojas secas muy grandes, demasiado grandes sobre su cuerpecillo, y volvió a
cerrarlos, tranquilo de que no fueran las páginas del Libro Grande las que estuvieran recorriendo mis
ojos. Pero las hojas del libro volante ya se han terminado. Levanto los
brazos, muy alto, muy alto, todo lo que puedo por encima de mi cabeza, y
contemplo de ese modo al anciano sol moribundo. Abro las manos. El pequeño libro
estira las páginas. Las estira mucho, como si se desperezara, y echa a volar.
Libre, libre al fin, vuela en busca de un lugar cualquiera, lejos de mí, en
donde descansar. Yo cierro los ojos y aguardo. Aguardo a que el duende se
levante y leamos o andemos o guardemos silencio. Que el bosque se recoge ya
sobre sus ramas. Es hora de volver a caminar…
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