Hasta que
el sol se muera de nuevo el duende dormirá y, con él, lo
harán todos mis anhelos. Los
secretos de Brocelianda están velados a
cualquiera que venga de muy lejos y yo, yo no pertenezco al bosque. Brocelianda solo es mi refugio.
Un refugio inmenso en el que casi nada de ahí afuera -de tu mundo- es
capaz de penetrar.
De modo
que, tumbada boca arriba sobre la húmeda hierba de otoño, cierro los ojos y
trato de ordenar las ideas que se me han ido, con las noches y el
desvelo, embarullando en la memoria.
Sus letras que no pueden leerse.
Sus páginas que se desdoblan. Sus
páginas robadas.
Las mujeres
desnudas que se bañan cualquiera sabe en qué
pócimas y lo llenan todo de piel muy blanca y líquido fresco e invisible.
Las
constelaciones desconocidas.
Las flores, las hojas, las plantas que nunca unos ojos vieron en la
naturaleza…
¿Quién lo
escribió?
¿En qué
fecha están datadas esas 102 hojas? Ah, sí… ya recuerdo. El duende lo mencionó,
mencionó algo como… el siglo
XV.
¿Quién robó
las hojas que le faltan? ¿Por qué lo hizo? ¿Cómo
pudo este librito anciano escapar de la Beinecke y llegar hasta aquí?
A mi
derecha, acurrucado como una bolita de algodón, Titus B. respira bajito. Tiene la cabeza
apoyada sobre el Libro Grande y una hoja de
higuera le cubre la cara para que no pueda ver el sol, ese sol recién nacido que calienta
la vida a este lado del universo…
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