- ¿Adónde
vas, Titus B.?
- Dónde
vamos, dirás, mujercita.
Me mira de
pie desde el suelo y, como es tan chico, tiene que levantar mucho la cabeza si
quiere clavarme esos ojillos suyos de viejo enfadado.
- ¿Por qué?
Da media
vuelta y agarra una de las pocas sillas de su tamaño que hay en la estancia. A la llama solitaria del candil que
espanta la noche en la sala
de la Torre, el rostro muy serio del duende se llena de sombras.
- Mira lo
que encontré.
Va hasta la
estantería que tiene más cerca. No le hace falta encaramarse a ningún
sitio ni nada para coger el libro que quiere mostrarme. Tira de él. Titus
B. tiene mucha fuerza para ser tan anciano y tan pequeño. Lo abre en
canal. Lo hojea, chuperreteándose el dedo índice para pasar las hojas, y al
final se detiene en una página. Vuelve a la silla y se sienta.
- Mira.
Me agacho a
su lado. Huele a heno, Titus B. Siempre huele a heno. Miro lo que quiere que vea. Un
grabado de Alberto Durero llamado Melancolía I:
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Alberto Durero, Melancolía I (1514) |
- El ángel de la estampa no encuentra lo que busca,
por eso se desespera... Nunca obtendremos oro del plomo, mujercita.
La alquimia no es más que una
metáfora de la senda que han
de recorrer las almas en
su búsqueda de la perfección perdida.
Levanto los ojos y miro al duende.
- Pero Roger el maestro siempre dice... Si nos vamos, ¿qué pasará con Nimue?
Cierra el
libro y se encoge de hombros. Está llenito de sombras y muy triste, Titus B.
- Ella
tiene su lugar.
Regresa al
pie de la estantería y devuelve el tratado a su sitio. Sin mirar atrás, toma el Libro Grande -que
llevaba desde ni se sabe agazapado en un rincón- y se encamina hacia la puerta.
Yo, que sigo acuclillada, me incorporo.
Empuja la
puerta por toda respuesta. Tras ella hay una escalera de caracol muy larga que
desciende a lo largo del torreón a oscuras.
Tomo el
candil y voy tras él. Bajamos peldaño a peldaño. Cruzamos salas, pasillos y puertas. Todo está
abierto y solo a nuestro paso. Dispuesto a dejarnos marchar. Al llegar a la verja de la entrada
nos detenemos. Los dos. Sin que ninguno hubiera tenido que decir detente un
momento al otro. Volvemos la
vista atrás...