- Has perdido la cabeza.
Los ojillos
del duende miran al frente, fijos en una parte cualquiera del
infinito.
- La has
perdido, mujercita.
Vistos así, de perfil y sin las lentes que los haga parecer tan grandes, semejan dos bolitas animadas
perdidas en mitad de una nada que no reconocen.
A nuestros
pies un mundo completo toma forma y vida. Sobre las
cabezas solo azul. Un azul negrísimo ya. De noche. Y la luna redonda cual galleta plateada.
Las botitas
negras del duende apenas recuelgan del balcón. Con lo
chico que es. Casi no sobresalen del alféizar de la ventana. Pero está aquí,
sentado junto a mí, agarrado miedoso a mis faldas.
- Ese hombre es el maestro.
Se vuelve
para mirarme y soy yo ahora la que evito unos ojos muy tristes. A lo lejos un millar de lucecitas parecen haber encendido el bosque. Se mueven frenéticas de un
lado a otro y por eso chocan muchas veces entre ellas y con los árboles. Son
las luciérnagas...
Lo demás es quietud.
Nada parece
haber cambiado allí abajo más que él y yo, que ya no
estamos.
- ¿Qué ha de
ser de nosotros, Titus B.?