- Nimue no tiene marcas, Titus
B.
Pobrecita, me ha dejado a mi
antojo buscar y rebuscar por su piel los misteriosos signos que en ella ha dicho ver el duende.
Pero no los encuentro.
Titus B.
está callado y enfadado y asustado y no sé cuántas cosas más. De modo que ni
habla ni hablará. Y la luna, entre tanto, se apaga y la "tapadera de la marmita" se va tiñendo de a poco de un azul extraño, cuasi
artificial. Pronto se hará de día y tendremos que
volver a ocultarnos de la luz. Llegará de nuevo la noche y no habré logrado
arrancar al duende de debajo del árbol que lo atrinchera.
- Tienes que
esperar, Titus B. Esperar el amanecer sin
cerrar los ojos... ¡Tienes que ver
los diamantes!
Entonces en
el bosque se oye un suspiro, largo, profundo. Proviene de uno de
esos rincones que todos tenemos en el pecho, uno de esos de muy muy adentro y
que en los duendes tiene que ser chiquísimo.
- ¿Titus B.?
Nimue me
empuja con su hociquillo húmedo. La tomo en brazos y observo más de
cerca su piel suavecita...
- ¿Qué tienes aquí?
Están
hechos de sangre, los
signos. Un reguero de puntitos de sangre reseca que de tan tenues nadie
hubiera podido apreciar a simple vista.
- Nimue...
Se retuerce entre mis brazos. Quiere que la suelte.
- Nimue...
La dejo en
el suelo y echa a correr hasta las viejas raíces de la magnolia que ocultan
al duende. Se agacha y se arrastra. Y
desaparece entre el montón de madera y sombras.
Cerca del
cielo, cientos
de pajarillos comienzan ya a abrir los ojos despacio. Despacio. A abrir los
picos. A llamar la atención del sol. A lo lejos algo sigue brillando en el camino, a lo lejos...
Sentada de
nuevo en el lecho, aguardo a
que el duende salga de entre las sombras, abra el Libro Grande por
alguna página secreta, se coloque las lentes sobre la nariz regordina y mire hacia la senda. Y contemple sobre el horizonte
maravillas que tú ni has soñado...
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