¿Te ha
pasado alguna vez que
el sueño se haya ido de tus ojos mucho antes de que la noche acabe? ¿Te ha
pasado que algo te hiciera adentrarte en el desvelo como quien se adentra en un túnel, a oscuras y a la fuerza?
A mí sí.
Hoy. Antes. Fue por los
pájaros. Volaban en desbandada huyendo de las pisadas de algún
cazador furtivo. Fue su algarabía de alas la que me hizo abrir los ojos cuando el sol estaba más grande.
Cuando de su luz no podría resguardarme por dentro de ninguna sombra... Sabía
que los ojos se me derretirían como la cera puesta en un caldero al fuego.
Sabía que no era mi hora. Ni la de Titus B., que dormía como era menester
hecho un ovillo de algodón coloreado a la flaca sombra del letrero. Sin mantas
que lo cubrieran, que los duendes no saben lo que es el frío. Y, sin
embargo, ya no pude por más que levantarme del lecho de heno que tanto tiempo
fue mi cama.
Amodorrada, busqué agua cerca con que lavarme la cara. Busqué
hasta encontrarla hecha charquitos de rocío en las hojas dadas la vuelta de
una vieja magnolia que ya estaba en flor. En flor, aunque todavía es enero... El contacto frío del líquido en la
piel me devolvió la vida. Las ganas de abrir mucho los ojos y contemplar el
espectáculo de un bosque que tan pocas veces había podido ver de día.
Respiré hondo, dejando al fin a los pulmones rellenitos de perfume. Me arreglé
las ropas y me peiné el cabello con los dedos. Despacio. Despacio. Y quise
calzarme, los botines de terciopelo verde estarían a los pies del lecho.
Estarían como siempre si es que una
perrita de ojos infinitos no
se los estuviera llevando en la boca, pícara, hasta donde acertaba a ver
acabarse el camino.
Adónde vas con mis zapatos.
Corrí tras
ella, descalza. Sintiendo en la planta de los pies medio desnudos el martirio
de mil piedrecillas.
Pronto se
apiadó de mí, frenó su carrera y dejó los botines en el suelo. Y me miró, me
miró con aquellos ojos que
parecían haber estado vivos desde el principio de todas las cosas. Al
arrodillarme frente a ella tomó de nuevo los botines en la boca y me los dio.
De sus dientes a mis manos. De las manos a mis pies.
Perrita, ¿de dónde has salido? Acariciaba su cabecita de rizados
cabellos. Su cabecita del color de la canela clara.
Anoche no
estabas aquí... Eres libre, ¿verdad? Eres una criatura de Brocelianda... ¿Cómo te llamas?
Su pata
izquierda se movió en la tierra. La removió. La removió y dio forma a
una letra. La N. Y luego a otra diferente. Y otra. Y otra.
N I M U E
Te llamas
Nimue, perrita linda. ¿Adónde ibas con mis zapatos?
Despegó de
mis labios sus ojos. En todo aquel tiempo no había dejado
de mirarlos. Sabe leerlos. Giró la cabeza a un lado y a otro. Y la imité. Miré
a nuestro alrededor y
descubrí, atónita, una estampa
maravillosa. Una de esas que demasiado gustan
de robar almas. Y arrobar espíritus...