El Libro Grande |
La
paloma se marchó de mi regazo aquella
misma madrugada. No hizo ruido. No le oímos las alas. Solo se fue.
Te había
dicho que Titus B. está muy triste, ¿todavía quieres
saber qué le pasa? Porque prometí contártelo, no se me olvida. Él no me ha
dicho nada, pero ni falta que hace, lo conozco demasiado bien. Camina taciturno a mi lado, sin
leer el Libro Grande. Sin escribir nada en él. Camina en silencio. A veces me
da miedo. Pienso que se lo puede estar llevando, ese silencio, cual gigante
ladrón que carga al hombro un pajarillo. Fíjate que me entran hasta ganas de
cogerlo en brazos, y arrullarlo como si fuera un niño chico, pero no
lo cojo ni nada, se enfadaría muchísimo.
Al igual
que yo, él,
en medio de su soberbia pequeñez, también
se imaginaba mi maestro. Y ahora ese Libro Grande que tanto le pesa y que
carga al andar le ha dicho que no, que él de maestro nada. Que no es nadie en
este mundo de plomo que quiere ser oro.
Por eso
está triste.
Y más
triste que se pone cuando, apenas unos pasos más allá, nos encontramos -clavado en la orilla derecha
de la senda- un
letrero de madera tallado en
forma de flecha que señala hacia alguna parte. Se ve nuevecito, parece recién colocado: “Villa de
los Maestros”, dicen las
letras.
“Villa de
los Maestros” leo en voz alta mientras observo, con el rabillo del ojo, como una
manita diestra acude a borrar el
rastro que una lágrima está dejando en el fino cristal de las lentes que el duende acaba de colocarse sobre
la nariz.
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