El pequeño Titus B. |
A lo mejor
te preguntas que quién me cuenta todo esto que aquí te escribo, y que tú lees.
Es verdad, nunca te lo he
dicho, pero es que no es uno, o una: a ver, sí es uno, pero no siempre es
el mismo, sino uno distinto a cada tramo que abordamos de la Historia. El que está ahora a mi lado, el que
tanto sabe de alquimia y me lo chiva todo y me mete prisa para que te siga
contando se llama Titus B.
Siempre va escribiendo en un libro al compás que habla y anda.
Siempre va escribiendo en un libro al compás que habla y anda.
Es un duendecillo. Uno de esos muy traviesos a los que les gusta corretear por
entre los pasos de los viajeros cansados y chillarles al pie de las orejas,
sabes cuáles te digo, ¿no? Pues de esos, de esos que además está llenito
Brocelianda.
Me está
tirando del brazo.
Es muy malo
y muy pesado. Me dice que me
levante ya. Que llevo yo no sé cuántos días sentada en esta piedra. Que si
no me duelen las posaderas… eso me dice: las posaderas :)
Y yo le
digo Venga, Titus B., dime de una vez lo que quieres que escriba en el blog este
golpe. Y así y todo no se le quita la cara de enfado
hasta que no ve que me levanto. Y echo a andar. Y él con las piernecinas
que tiene se queda atrás. Y desde atrás pega voces para que lo oiga, si no que
lo escuche. Voy a escribirte, para que deje de gritar, lo que me está
relatando. Y vamos a seguir el camino, que ahora somos tres :)
Los viejos
tratados alquímicos hablan de una cosa, dice Titus B., qué digo una cosa -me
dice-, qué dices una cosa: tratan
de un estado: uno que es físico, o que fue físico.
Uno al que todo alquimista desea volver: el de la perfección adánica.
Uno al que todo alquimista desea volver: el de la perfección adánica.
El que
supone el retorno del hombre -ya libre y limpia su figura del
pecado original que la emborronó y la alejó de la divinidad- a su estado primitivo de nobleza: porque este, este y no otro es el verdadero sentido de la
alquimia, el
sentido que impulsa al plomo, o al cobre, o al metal que sea, al que mejor
te parezca, a llegar, como
el hombre, como el alma, hasta
aquel estado tan suyo de oro primigenio.
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