Cristianos, judíos y
musulmanes la abrazaron. La hicieron suya. Permitieron que se amalgamara con
sus fijas ideas acerca del mundo y de Dios.
La aceptaron las tres religiones
del Libro. La aceptaron y a lo mejor tú, igual que yo antes de
haber conocido nada acerca de esto, te estarás preguntando ahora cómo es que
pudo ser posible.
Pero es que el cristianismo -aquel
vasto universo al que había tenido acceso valiéndose de dos vías: el Imperio
Bizantino y al-Ándalus- no había hecho de la alquimia sino el espejo en el que se miraba la
Revelación: y de Jesucristo
la piedra filosofal, la misma que permitía la transmutación de un metal
cualquiera en el oro y la plata sagrados.
El Islam -que nunca mostró reparos en acoger en su seno a cuanto de
arte anidara en las regiones por las que se iba extendiendo, sino que, y más al
contrario, incorporaba esas doctrinas preislámicas a su propio corpus
doctrinal- vio nacer en el
siglo VIII d. C., de la mano de Dyâbir ibn Hayyân, una escuela
de alquimistas que nos
legaría numerosos escritos.
Y el judaísmo no iba a actuar de
modo distinto a como lo habían hecho sus religiones hermanas. De modo que la
alquimia creció y creció, y se hizo grande, más y más grande a
cada vez, a cada paso de gigante que daba mientras
no paraba de transcurrir la Historia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario