Se llamaba
monseñor Pandolfo Pucci.
Le ofrece
casa y comida. Lo admira. Ve en él la frescura, la
rebeldía, la novedad que al anquilosado mundo del arte le faltaba desde hacía
tanto tiempo.
Apuesta por
él y lo hace fuerte.
A cambio, Michelangelo
solo tendrá que realizar
copias de las obras piadosas
que monseñor Pucci le encarga para el convento capuchino de su pueblo:
Racanati; y pasar muchas horas
en libertad que aprovechará para pintar lo que le viene en gana: es de este momento su Muchacho mordido por un lagarto, inspirado en
el Retrato de su hijo
Asdrúbal, picado por un cangrejo que
Sofonisba de Anguissola había dibujado al carboncillo y él había visto una vez
en Cremona: y es desde este
momento desde el que no habrá marcha atrás en la Historia de la pintura.
No la
habrá.
Que
Caravaggio hace una cosa que no se había hecho hasta ahora: pinta un instante. Uno.
Uno solo.
Ese en el
que el dolor atraviesa cada resquicio de la mano del joven. Ese en el que se muestra al dolor más unido que nunca al amor en
los dedos de un chiquillo de hombros desnudos y flor blanca enredada en los
cabellos que seguramente se prostituye.
Luego
vendrán el Muchacho pelando
una fruta; Muchacho con cesto
de frutas; Concierto de jóvenes o Los Músicos (Pintor de sombras (V)); Naturalezas muertas; Tañedor de laúd y la Magdalena penitente.
Hasta que
tres años y tantas obras maestras más tarde se marcha de la casa de su
protector sin que nadie sepa en realidad muy bien por qué. Y volverá a la
pobreza. Y a su vagar por las calles romanas. Otra vez.
Vagaremos también nosotros con él, si quieres, mañana...
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