Enrique II moriría
sin ver a los monjes desenterrar a Arturo. Pero su deseo estaba cumplido.
En aquellos
años la autoridad de la dinastía Plantagenet se encontraba ya plenamente
consolidada en suelo británico, y por eso, por eso el rey Enrique,
pese a que conocía muy bien la leyenda artúrica y era gustoso de su difusión,
también la temía: temía la figura de ese Arturo al que empezaba a envolver el
halo de un mesías, y el rey era él, Enrique II, él y solo él era el rey y no
podría consentir que sus súbditos anduvieran esperando el retorno de otro de
cuya muerte no habían existido en la Tierra ojos que pudieran dar certeza
alguna, cuando bien que hubo quien pudo hacerlo de su vida: la de un líder, el último caudillo de las tropas
britanas enfrentadas, a la muerte del siglo V, en combate a los invasores anglos y
sajones en la lucha por la
independencia.
Por eso
encargó a los monjes de la Abadía de Glastonbury que encontraran la tumba del
Rey de Camelot. Tenía que ser allí, allí, en la vieja
Avalon de los celtas, en el reino añorado de las hadas, porque a nadie le
habría de extrañar y aquellos
huesos le devolverían toda la legitimidad que era suya y que la imaginación colectiva le
andaba robando con descaro.
Lo que pasa
es que el rey Plantagenet se olvidó de un detalle, o a lo mejor no lo hizo, pero pensó que era tan chico que el
tiempo se haría cargo de quitarle su poca o su mucha importancia: y es que por
más que uno o mil reyes se empeñen en arrancarle al suelo su calavera, Arturo sigue y seguirá vivo en su
querida Avalon.
El rey Arturo |
Puedes
creerlo, que tú no lo ves, pero él corre a diario a galope tendido montado
sobre una yegua blanca por entre la floresta, y blande su espada nueva que no
corta (que Excalibur había vuelto hacía mucho a las manos de su dueña: la Dama
del Lago): se entrena para su
regreso. Se entrena ante los ojos de Morgana, de la hermosa Ginebra, de
Lanzarote y de Perceval, y de Galaad, y de Merlín. Su amado Merlín. Su maestro.
Y así
seguirá siendo por siglos y más siglos, mientras quede un solo hombre en el
mundo que sueñe. Y que guarde la fe.
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